Juguemos por un momento, como si estuvieramos en el Un, dos, tres… En 30 segundos responde todos los artistas masculinos que se te vienen a la mente. Son muchos, ¿verdad? Seguro que serías capaz de decir más de 30 o 40 nombres sin ningún tipo de esfuerzo. Salen solos. Ahora hagamos lo mismo pero con nombres de artistas femeninas. La cosa se complica, ¿no? Cuántos nombres has conseguido pensar cinco, diez, quizás 15!! Está claro que es mucho más difícil que surjan nombres de mujeres destacadas en el arte y más sobre todo si nos remontamos a la Edad Moderna.
El papel de la mujer en el arte durante siglos se ha encuadrado más dentro de la musa que ha inspirado grandes obras que de la creadora reconocida y admirada. Afortunadamente la historiografía empieza a volcarse en dar el lugar que merecen a un montón de mujeres que no sólo tuvieron que ser brillantes en el arte si no que tuvieron que luchar para que se las dejase formarse y para hacerse un hueco dentro de una sociedad machista que no las veía con buenos ojos. Sobre este interesantísimo tema ya escribió un post mi compañero @cipripedia en su blog (aquí) y hoy queremos hablar de nuevo sobre él ya que los grandes museos parecen querer sumarse en dar a conocer al gran público a esas mujeres. Es cierto que el National Museum of Womens in Arts lleva años intentando rescatar del olvido a cientos de mujeres artistas como Sofonisba Anguissola (1995) o Mary Cassatt (2008-2009), o que el Museo Maillol de París le dedicó en 2012 una retrospectiva a Artemisa Gentileschi; pero no hay nada como que uno de los cuatro grandes (MET, Prado, National Gallery y Louvre) centre su atención en una de estas grandes mujeres para que su repercusión la saque definitivamente del olvido.
Eso es lo que ha pasado con la pintora francesa Elisabeth Louise Vigée Le Brun (1755-1842) a quien el Metropolitan de Nueva York dedica una antológica hasta el próximo 15 de mayo. Le Brun es una de las artistas más destacadas del siglo XVIII y hasta ahora, aunque reconocida como tal en diversas publicaciones, no había sido objeto de una retrospectiva.
Hija de un retratista, Vigée Le Brun se formó primero con su padre, para posteriormente seguir la guía de artistas como Gabriel François Doyen o Claude Joseph Vernet, a quién llegó a retratar. Su técnica está a la altura, si no supera, la de los más grandes pintores del momento, como Jean-Honoré Fragonard o Joshua Reynolds. Desde sus comienzos destacó por estar especialmente dotada para el retrato gracias a su excepcional captación del alma de los personajes que posaron para ella. Eso es patente desde sus obras más tempranas, como el retrato de su hermano Etienne realizado cuando ella tenía dieciocho años.
Casada a los 21 años con el comerciante de arte Jean-Baptiste-Pierre Le Brun, quién también había hecho sus pinitos como pintor (ver su autorretrato), el oficio de su marido le causó problemas a la hora de ser aceptada en la prestigiosa Academia Real de Pintura y Escultura. Sin embargo, gracias a la intervención de la reina Maria Antonieta la pintora fue admitida en 1783 siendo una de las cuatro mujeres miembro de ésta. De hecho, el mismo día, el 31 de mayo, también era admitida otra mujer, Adélaïde Labille-Guiard, excepcionalmente dotada para el género del retrato.
Su relación con la reina María Antonieta había comenzado en 1778 cuando fue invitada a Versalles para retratar a la soberana. Ésta quedó tan complacida de la obra que le encargó otros retratos de ella así como de los príncipes y de numerosos nobles. Así pues Vigée Le Brun será la encargada de fijar la imagen de la soberana y a través de esos retratos se fraguará una relación entre artista y musa de gran complicidad. Tan estrecha llegó a ser la relación que un siglo después, en 1859, el pintor Alexis-Joseph Pérignon pintaba un óleo que titulaba “María Antonieta recogiendo los pinceles de Madame Vigée Le Brun, 1784”. Con ello se pretendía equiparar la relación entre la mecenas y la artista a la que había existido entre Alejandro y Apeles, Tiziano y Carlos V o Felipe IV y Velázquez. Pérignon adaptaba así una anécdota mítica dentro de la historiografía del Arte: la de Alejandro Magno y Apeles, que convertía de este modo a Vigée Le Brun en Apeles revivido (sobre este tema ver el blog de @cipripedia aquí).
En 1789, tras la detención de la familia real durante la revolución francesa, la pintora se vió obligada a huir de Francia. Primero vivirá Italia, donde sus pinturas fueron aclamadas por la crítica y en 1790 fue elegida como miembo de la Academia de San Lucas de Roma. Posteriormente pasará a Austria, hasta que finalmente se instale en Rusia. Allí pintó a numerosos miembros de la familia de Catalina la Grande y fue nombrada miembro de la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo.
Durante el reinado de Napoléon I fue de nuevo bienvenida en Francia donde se instaló nuevamente, aunque estuvo viajando por Europa al ser reclamada para retratar a la élite del continente. Es así como realizó los retratos de varios notables británicos incluyendo a Lord Byron. En 1807 viajó a Suiza y fue nombrada miembro honoraria de la Societé pour l’Avancement des Beaux-Arts de Ginebra. Entre 1835 y 1837, escribió y publicó sus memorias a instancias de su amiga la condesa Dolgoruki. En ellas muestra una interesante perspectiva de la formación de los artistas del final de la época dominada por las academias reales.
Vigée Le Brun siguió pintando hasta el final de sus días, contabilizandose más de 660 retratos y unos 200 paisajes salidos de sus pinceles. El 30 de marzo de 1842 fallecía en París, en su lápida un corto mensaje «Ici, enfin, je repose…» («Aquí, al fin, descanso…»). Con mucho esfuerzo había logrado lo que ninguna otra mujer de su tiempo, ser Apeles en vez de sólo musa.