Si el jueves pasado os hablábamos del retrato español del XVIII, nos quedábamos con las ganas, al hablar de las miniaturas, de ir a sus comienzos, allá por el siglo XVI, profundizando un poco más en el género.
La miniatura —como se suele llamar hoy a la miniatura retrato— proviene de dos modelos iconográficos distintos: por un lado, del retrato en relieve en sellos, monedas y medallas, y por otro, de los retratos en códices miniados, las miniaturas ilustrativas de los libros.
Al comenzar a florecer la miniatura retrato en el siglo XVI no se usaba la palabra miniatura, sino que se les llamaba iluminaciones si estaban realizados con la misma técnica que los códices, o retraticos o naipes, si se pintaban al óleo. Actualmente cuando hablamos de una miniatura nos referimos a un retrato pequeño, transportable, bien de carácter íntimo o de cierta representación, cuya razón de ser reside en su facilidad de transporte y distribución, compuesto de materiales y colores diferentes y siempre, por su reducido tamaño, de una ejecución muy concentrada, muy detallista, para poder lograr el mismo efecto de parecido y de calidad artística que un retrato grande.
La miniatura, por su tamaño, mucho más que el retrato cortesano, permitía su contemplación desde una distancia mínima, y daba lugar a una intimidad de la que carecía el gran formato, reforzando las relaciones personales y afectivas. El pequeño formato resultaba sumamente útil en el caso de que hubiera que enviarlas a otros países, y además, abarataba mucho su coste. Pero también las miniaturas, sobre todo en los siglos XVI y XVII, cumplían una función de carácter público con un importante papel político, como imagen sustitutiva del rey.
En los retratos dinásticos, destacarían especialmente en el ámbito de los matrimonios de Estado. Al iniciar negociaciones matrimoniales, era usual enviar retratos que servían como primer contacto visual entre los futuros esposos. Con este fin fue enviado secretamente un “retrato pequeño” de Felipe II de la mano de Tiziano a María Tudor, en 1553. También jugaron un importante papel como regalos entre estados. Un intercambio de regalos se consideraba la pública confirmación de un acuerdo de amistad entre diferentes países. Las miniaturas ocuparon un lugar fundamental, no tanto por ostentación y expresión de riqueza y lujo, sino como símbolo de cercanía. Otro uso público destacado de estos retraticos fue el de regalo de Estado a embajadores, cortesanos y visitantes de alto rango. Con frecuencia eran una muestra de gratitud, como el caso del que recibió el arquitecto Juan Gómez de Mora de manos de Felipe II, con motivo de su boda con Inés Sarmiento y en reconocimiento a sus servicios. Y entre las diferentes cortes europeas, cuyos lazos familiares eran muy estrechos, era común tanto el envío de retratos de gran formato como retratos en miniatura. Catalina de Médici enviaba constantemente miniaturas a su familia en Florencia, como demuestra la colección de miniaturas francesas existente en la ciudad, entre las que se encuentran las de sus nietas las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela.
El catálogo de los Uffizi atribuye al retratista español Alonso Sánchez Coello la autoría de los dos retratos de las infantas. Sin tener la certeza de su autoría, lo que sí se puede afirmar es la clara relación que hay entre ellos y los retratos dobles realizados por Sánchez Coello de las pequeñas infantas, una conservada en Buckingham Palace y la otra en el Museo del Prado.
En otras ocasiones, y cuando algún miembro de la familia fallecía, se les hacía retratar muertos, con el hábito religioso y una cruz, para dar noticia del hecho y guardar su memoria. No se ha conservado ninguna miniatura de este tema, pero aparecen descritos en distintos inventarios.
La miniatura, al contrario que el gran formato, es empleada en el ámbito privado también, entendida como un obsequio que se intercambia entre personas queridas, con el objetivo de que la imagen sustituya la ausencia física. Son un regalo que se hace a la amante, a la esposa o al amigo. En pequeños retratos de Hilliard, gran miniaturista inglés, se representa el cortejo amoroso: en uno de ellos un amante toma la mano de una mujer que surge de una nube, y en el otro, un desconocido arde en lenguas de fuego, llamas de pasión.
Y en relación con este uso romántico de las miniaturas, se debe destacar también su presencia en numerosos lienzos de vanitas del siglo XVII. Un buen ejemplo de ello es en la obra El sueño del caballero, cuya autoría se disputan Pereda y Francisco Palacios.
Además, tenemos que mencionar también toda una serie de retratos dentro de retratos, representaciones en las que el género de manifiesta doblemente. En España existen toda una serie de retratos de damas reales acompañadas de la miniatura del rey. Un ejemplo temprano lo constituye el retrato de Juana de Austria pintado por Moys. Del cuello pende un lazo que remata en una miniatura con la imagen del rey. La infanta regentaba los reinos de su hermano Felipe II, en Inglaterra tras su boda con María Tudor. El mensaje es claro: la infanta gobierna, pero lo hace en nombre de su hermano.
Al igual que los retratos de representación, con frecuencia los retratos en miniatura eran empleados para formar galerías de hombres ilustres. En este caso, en la mayoría de ocasiones, las miniaturas usaban retratos de tamaño mayor. Mientras, las mujeres de las casas reales tendían a realizar galerías restringidas a retratos estrictamente familiares, en sus aposentos y con un uso meramente privado. Una de ellas es la pequeña colección de retratos en miniatura encargada en 1565 por la reina de Portugal, Catalina de Austria, como regalo de bodas a su sobrina María de Portugal, futura princesa de Parma, para que en la lejana Italia pudiera recordar a sus seres más allegados.
Un último uso de la miniatura es el que se puso de moda a partir de 1650, consistente en superponer a las miniaturas diferentes piezas pintadas en colores opacos sobre mica, que conformaban una galería de disfraces para la miniatura original. Cada una de estas piezas estaba concebida para ser colocada sobre la miniatura con la intención de que la superficie sin pintar de la mica, transparente, permitiera visualizar la cara del retratado o retratada, mientras la superficie pintada se superponía tapando parte de la miniatura y dando lugar a un nuevo atuendo. De autor desconocido, y fechado entre 1650-1700 se conserva, en su estuche original, uno de estos juegos. Se compone de dos retratos en miniatura representando a Carlos I de Inglaterra y su esposa Henrietta Maria, así como de diferentes piezas de mica que permiten al rey llevar corona, vestirse de guerrero, de mosquetero e incluso aparecer tras unos barrotes, tal y como sucedió en sus últimos días de vida. Se trata de una composición realizada tras su ejecución, que narrarían su reinado y muerte, con la intención de honrarlo como un santo mártir.
Pero, ¿Dónde se ponían estas miniaturas?
Por lo general eran portadas personalmente por su dueño, bien guardadas en la manga o faltriquera, o bien colgadas por una cadena en el pecho, cerca del corazón. En las mujeres se usaban también como complemento de vestuario, uniendo los dos extremos de la toca de cabos, cuyas puntas caían sobre el pecho, levantándose si no estaban sujetas. Con frecuencia, también eran engarzadas en perlas y diamantes y utilizadas como ricas joyas. También existen referencias a un uso decorativo, colgadas en las paredes de una habitación, o simplemente guardadas en cajitas especiales para deleite privado de su poseedor.
En España las primeras noticias sobre retratos en miniatura las hallamos en los tratadistas. La presencia de estas miniaturas en los tratados se debe casi exclusivamente a la labor de Felipe de Liaño, y en el Arte de la Pintura (1649) de Francisco Pacheco encontramos las más tempranas referencia s a las miniaturas españolas, a propósito de la obra de Liaño. Posteriormente otros tratadistas como Jusepe Martínez, Palomino, Álvarez y Baena y Ceán Bermúdez hacen referencias a pintores que practicaban el género.
Con la aparición de la imprenta, la gran mayoría de iluminadores o miniadores, desarrolló su arte en las ejecutorias de nobleza y cartas de privilegio, expedidas a miles para satisfacer las necesidades hacendísticas de la Corona. En ambas tipologías era frecuente la inclusión de retratos, tanto de otorgantes como de beneficiarios. Pero apenas queda constancia de que estos mismos artistas hicieran retratos sueltos. El nombre más destacable como pintor-iluminador ya de retratos pequeños individuales es el de Francisco de Holanda (1517/1518-1584), tratadista pero también pintor, reconocido como uno de los mejores iluminadores y gran retratista.
Pero la modalidad de pequeño retrato que alcanzó mayor popularidad en España fue la pintada al óleo, la denominada por los contemporáneos retratico, y que practicaban los retratistas cortesanos. En la introducción del género jugaron un papel importante una serie de artistas foráneos, de los que los retratistas españoles aprenderían, pero con los que también entrarían en competencia. El primero al que se debe prestar atención es Antonio Moro (1520-c.1578), ya que con él prácticamente comienza la retratística individual en España y Portugal. El estilo de Moro es fruto de la conjunción del retrato borgoñón flamenco medieval de cuerpo entero, del retrato de busto italiano que había asimilado por su estancia en el país, y, como pintor del cardenal Granvela, con influencia directa de los retratos de Tiziano. No hay ninguna miniatura que con seguridad pueda atribuírsele, pero parece probable que las pintó, y si no, al menos sí es evidente que pintores de su círculo sí las hicieron. Podemos establecer la influencia de Moro a partir del retrato de María Tudor conservado en el Prado, quizá el encargo más importante en su carrera. Este retrato serviría de modelo para una larga serie de reproducciones a pequeña escala del retrato.
En España la cantidad y la popularidad de las miniaturas no fue tan grande como en el resto de países europeos, pero la calidad no fue menor a la de los países vecinos. La importancia que se otorgó en España al gran formato y al retrato de representación, daría un especial carácter a las miniaturas españolas, que no son de sencillez burguesa, como las flamencas; ni románticas, como las inglesas; ni elegantes o despreocupadas a la italiana; sino que las españolas no olvidan nunca la distancia del retratado, la compostura. En cuanto a la proyección internacional de la miniatura española, por su origen cortesano, ésta fue grande. Así pues la escuela española ocuparía un importante papel en la ejecución de miniaturas, tanto por la calidad de sus producciones como por la intensidad de los intercambios entre las diferentes cortes europeas. A pesar de la tardía y limitada implantación del género y la competencia con los retratos grandes, éste alcanzó gran prestigio, como demuestra el hecho de que todos los retratistas reales estuvieran implicados en la realización de retratos en miniatura. Unas miniaturas que condensan en pequeñas y exquisitas obras artistas como Sánchez Coello, Sofonisba Anguissola, Felipe de Liaño, Juan Pantoja de la Cruz y Juan Bautista Maíno entre otros.
hola,
comentarles que el cuadro del museo de bellas artes de bilbao sobre doña juana de portugal, el museo lo tiene acreditado como de sanchez coello y no de rolán de mois
un saludo