Una parte del acervo cultural más asumido por la generalidad es el uso de las imágenes. Es una herencia recibida desde nuestros primeros ancestros y un caballo de batalla contra el que no han podido vencer corrientes de pensamiento anicónicas o directamente iconoclastas. La cultura mediterránea vertebrada por Roma y heredera de la Grecia clásica concibió todo un sistema de representación a la medida del hombre y siendo la figura humana su más elevada expresión. Todos los fenómenos de la naturaleza, todo lo que podía ser pensado, todos los conceptos, acabaron tomando forma en un proceso de personificación cuyo culmen es todo el gran desarrollo de la mitología.
A cada una de las figuras corporeizadas con las formas que los antiguos entendían como más bellas debía acompañar una serie de elementos o atributos que indicaran su personalidad o su papel dentro de la narración mítica. Gracias a eso podemos distinguir entre dioses y diosas.
Esta tradición aceptada por los romanos fue adaptada y adoptada por el primitivo cristianismo, con la excusa de servir de Biblia pauperum. Así se utilizó la imagen religiosa de forma similar a como las usaban los antiguos griegos con sus dioses.
Para muestra un botón: la costumbre narrada por Fidias en el friso interno del templo del Partenón de Atenas, hoy repartido por varios museos de Europa, de que las jóvenes atenienses llevaran todos los años un peplos nuevo a la figura de Atenea Partenos que regía el templo de la Acrópolis; fue transformada en la cultura occidental en la tradición de vestir las imágenes escultóricas. Costumbre que aún sigue viva en muchos pueblos españoles.
Pero lo que nos interesa remarcar hoy es cómo la enorme riqueza visual e iconográfica mantenida hasta la actualidad ha podido ser fuente de confusión para expertos y profanos. La Iconografía e Iconología son disciplinas auxiliares del historiador del arte y como tales viene a ayudar en la descripción y caracterización de una pieza artística. Si buscamos un ejemplo antiguo, sobresale el caso del llamado Poseidón de Artemision, escultura original del periodo severo de la escultura griega que se encontró sumergido en las aguas próximas al cabo del mismo nombre. Habiendo perdido todo atributo o elemento iconográfico que precisase a quien representaba, al aparecer en el mar y tener pose de lanzar algo, se pensó en Poseidón aunque su postura también encajaba la figura de Zeus. Es por ello que podemos encontrarlo bajo esa doble nomenclatura.
Más curiosidad despierta los posibles errores de identificación cuando se trata de figuras de tipo regional o local, advocaciones o santos que tienen mucha fama en su zona de influencia. Este tipo de errores se han cometido habitualmente especialistas de origen anglosajón, ajenos culturalmente al uso del santoral católico y a la enormidad de advocaciones marianas, que han errado por eso en sus adjudicaciones. Traemos aquí el caso de dos dibujos que se han puesto en relación con el artista barroco madrileño Sebastián de Herrera Barnuevo: un dibujo atribuido a él que representa a un Santo Obispo de pie perteneciente al Princeton University Art Museum y su Diseño para el trono de la Virgen de Atocha en el Museo del Prado.
En el primer caso, en la ficha del museo de los años 90 se le identificaba con San Agustín, no entramos en temas estilísticos ni de autoría, sino en iconográficos. San Agustín suele aparecer como obispo pero lleva hábito negro debajo de la capa pluvial y además suele llevar una iglesia sobre su mano izquierda como en la representación escultórica de Dionisio de Ribas (convento de San Leandro, Sevilla, ca. 1650) mientras que lo que lleva el santo obispo del Princeton es un libro y dos ampollas de cristal. En este caso es reconocible un culto muy local: San Genaro en Nápoles con su relicario con las ampollas de Sangre como aparece en obras de Solimena (Tesoro de San Genaro, Nápoles) o en el de Andrea Vaccaro (Museo del Prado).
En el caso del dibujo de la Virgen de Atocha, hasta hace bien poco todavía podía leerse en la web del Museo del Prado su identificación con la Virgen del Sagrario de la Catedral de Toledo. El error lo cometió Harold E. Wethey y hasta el año 2002 en que lo corrigió el profesor Cruz Valdovinos, nadie reparó en que aunque se parezcan mucho no eran la misma tipología mariana, empezando porque una tiene niño y la otra no.
Este tipo de errores de identificación que hasta no hace mucho habrían sido inconcebibles en la cultura occidental cada vez comienzan a ser más comunes. Esto nos lleva a reflexionar en cómo se está perdiendo una gran parte de nuestra enorme cultura visual y como cada día es más difícil reconocer para cierto tipo de público el tema de las pinturas o esculturas que están contemplando. Para terminar pondremos un ejemplo sacado de redes sociales y con imágenes de escaso valor artístico y si devocional: la confusión entre Santa Rita de Casia y Santa Teresita de Lisieux. La primera lleva hábito agustino, es decir negro, con cruz en la mano y una espina o estigma en la frente; la segunda lleva hábito del carmelo, es decir marrón y blanco, y abraza una cruz en el pecho con rosas. Como vemos en las estampitas que aquí mostramos, la iconografía está completamente intercambiada entre ambas.
Así las cosas no es de extrañar que hace algunos meses encontrásemos una imagen bajo el título de Santa Lucía cuando en realidad el representado era un San Juan Evangelista…
No reconocer la imágenes, no saber leer sus símbolos, volverse un analfabeto iconográfico es también en nuestra opinión una pérdida patrimonial. Algo más silencioso y muchas veces casi invisible, pero parte de ese patrimonio inmaterial que también es cultura.