En el brillante prólogo del libro de Sara Rubayo y Ana Gállego, Pintoras1, podemos leer: “debemos desechar la idea de que la historia es algo inamovible y estancado para pensar que está viva y que con cada acontecimiento, nuevo descubrimiento e investigación es posible que haya que añadir, cambiar, mover o rectificar determinados hechos que se consideraban seguros […]. Entendamos que el mundo artístico es una red social en la que el arte se trabaja, se crea y se desarrolla en familias y comunidades mixtas exactamente igual que nuestra vida de hoy en día”. Este artículo de hoy va dedicado a la labor de sacar a la luz el nombre de muchas mujeres que han sido ensombrecidas por la historia y por una mirada miope que tenemos que empezar a corregir.
Con el inicio de los estudios del papel de las mujeres dentro del campo de las Bellas Artes, potenciados por los avances en el estudio de género, están apareciendo cada vez más los casos de mujeres que ejercían oficios artísticos dentro de conventos femeninos, por haber entrado en religión. Ese papel de mujeres en el ámbito religioso fue, en gran medida, ignorado por los estudios de Historia del Arte tradicionales, en muchos casos por la propia imposibilidad de acceder a las clausuras, en otros, por la visión negativa que se tenía de la obra de las monjas artistas, como resultado de la concepción preestablecida de lo “femenino” como opuesto al genio creador masculino. Los avances en el estudio del papel de las mujeres en la sociedad del Antiguo Régimen y la apertura de las clausuras al estudio han permitido ir avanzando en el conocimiento de este fenómeno. En ese sentido, el papel como artífices intelectuales o materiales de obras, pasa a tener nuevas lecturas e interpretaciones y sirven para ver ese trabajo, en muchas ocasiones, silenciado por el hecho de haber sido efectuado dentro de un férreo espacio de clausura.
Es interesante cómo las reglas monásticas dejan un espacio claro a la labor de manos, es decir a un ejercicio manual que ayude a despejar la mente, muchas mujeres que profesaron como monjas, serán adiestradas en artes como el bordado o la elaboración de objetos suntuarios como escaparates o adornos de esculturas, pero algunas ejercerán también la pintura o el dibujo.
“CAPITULO XV.
DE LA LABOR DE MANOS.
Por ser la ociosidad infeliz maestra de mucha malicia; y porque al contrario la honesta ocupación en la labor de las manos está recomendada en las Divinas Letras, y particularmente se celebra como loable calidad de una muger virtuosa; se exhorta en el Señor a todas las Religiosas dé este Convento, que en todo tiempo aborrezcan el ocio, y que fuera de los Actos de Comunidad , y de sus particulares exercicios de devoción , procuren siempre estar Religiosamente ocupadas en alguna labor honesta , y provechosa , en que útilmente empleen el tiempo , que les sobrare.”2
Es lógico pensar, como lo ha explicado Javier Portús, que dentro de esas labores de manos, hubiera mujeres que se dedicarían a la pintura:
“Los conventos encerraban entre sus muros a un alto porcentaje de las mujeres españolas aficionadas a pintar. Esto es lógico si pensamos no sólo que la proporción de monjas en relación con la población femenina total era considerable, sino también que la peculiar naturaleza de la vida de nuestros claustros, en los que algunas religiosas disponían de bastante tiempo libre, propiciaba la práctica de actividades como la lectura, la escritura o la pintura entre aquellas que las habían ejercitado desde niñas”.3
Dentro de los ejemplos, podemos destacar dos modelos de artistas: las hijas de pintores o escultores que, tras haber recibido formación en el taller familiar o paterno, entran en religión, fenómeno muy habitual dentro del ámbito hispánico de la Edad Moderna. Tal es el caso de las hermanas Sor Andrea María de la Encarnación (1654-1734) y Sor Claudia Juana de la Asunción (1655-?) que profesaron dentro de la orden de San Bernardo en 1671 y que son ya conocidas nuestras (ver aquí) por haberse formado en el taller paterno de escultura, siendo pues las hijas de Pedro de Mena y Medrano.
Por otro lado, también tenemos el caso de mujeres que habían recibido formación artística como complemento de su formación humanística y que hay que vincular a los ámbitos nobiliarios. Podemos destacar dentro de este grupo la figura de Sor Estefanía de la Encarnación (ca. 1597–1665), que según Portús reune las cuatro características que sirven para clasificar a las pintoras españolas de la época: era de origen noble, aprendió al amparo de un familiar artista, ejerció durante cierto tiempo el arte de forma profesional y profesó como monja4. Es muy interesante, porque siguiendo el consejo de su confesor, sor Estefanía escribió su biografía, al igual que había hecho Santa Teresa y en la narración de cómo se inició en la pintura entramos en uno de los tópicos literarios sobre los inicios de la pintura, el empleado por Vasari para hablar de Gioto, y su don natural para el dibujo:
“A los trece años sus padres la enviaron a hacer compañía a su tía, cuyo marido, Alonso Páez, <<Pintor de los buenos que ha habido en España en materia de retratos>>, se había ausentado del hogar para tasar un retablo. Viendo que su primo no acertaba a realizar un dibujo, tomó ella el lápiz e hizo una imagen de la Virgen <<tal que todos los que entendían dello se hacían cruces>>. Ante esto, su tío se hizo cargo de su educación artística, dedicando a esta labor sus ratos de ocio y los días de fiesta. En otra de sus ausencias hizo tales progresos que la pusieron a pintar para el público, ganándose, según confiesa inmodestamente, el asombro de todos, <<y como se juntaba ver yo la ponderación que todos los que entraban a verme pintar hacían ya me juzgaba con esto tanda dicha como Sofonisma>>.5
Sor Estefanía acabó profesando en el convento de Santa Clara de Lerma en 16156, donde siguió pintando, pero hasta la fecha no se ha logrado identificar ningún dibujo o pintura con su persona.
La documentación nos ha dejado otros nombres de monjas que se cita expresamente que pintaban, tal es el caso de Sor Francisca de San José, monja agustina recoleta, que profesó en el convento de Valladolid, donde llegó a ser la tercera priora y de la que nos ha quedado esta biografía:
TRATADO IIII.
DE LA MADRE FRANCISCA de San Joseph, tercera Priora de este convento [Valladolid].
Llamóse la Madre Francisca en el siglo, Doña Francisca Ortiz de Soto-Mayor, hija de Don Agustín Ximénez Ortiz, y de Doña Petronila de Soto-Mayor, vezinos de Valladolid. Su padre fue Oydor de Valladolid, de donde ascendió al Consejo Real de Castilla, que se avia ya trasladado a Madrid […].
Tuvieron estos ilustres casados siete hijos varones, que ocuparon grandes puestos, por lo secular y eclesiastico: y a nuestra Doña Francisca, que en anuncio de los grandes tesoros, que el Señor despositó en ella, dispuso, que fuese en casa de sus padres desde su nacimiento, primera sin segunda. Cuydaron de enseñarla quanto antes, a leer, y escrivir. Adelantóse en breve tiempo tanto, que hizo ventaja a los maestros que la enseñaron.[…]
Supo el Arte de pintar tan consumadamente, como testifican las obras, que de su mano se conservan oy: Y a no averse muerto tan presto, hubiera dexado adornada la Iglesia, y coro con pinturas de gran primor. Dexó en bosquexo muchos Santos de los, que habitaron los Yermos de nuestra Sagrada Religión: un retrato de nuestra señora de la Assumpcion, que el Convento tiene en Capilla, que le dedicó: muy visitada de la devoción de las religiosas, por lo que mueve al recuerdo de la Reyna de los Angeles, y del zelo de la que con tan primorosa mano la pintó. También dexo acabada con suma perfección una Imagen de Christo Señor nuestro de estremada devoción, que representa lo lastimoso, de quando los Sayones le desataron de la Coluna, después de açotado, que mueve mucho, a los que la miran, a compasión: y juntamente a los que entienden del Arte, a la debida admiración, de que sea de mano de muger.6
En ambos casos, tanto las hijas de artistas formadas en el taller familiar, como las jóvenes nobles, que han recibido enseñanzas artísticas como complemento a su formación, nos encontramos con el ejercicio de un oficio, fuera de toda regulación gremial o taller convencional y además, sin remuneración, por entenderse que es parte de su trabajo dentro de los muros conventuales. El fenómeno no es exclusivo del ámbito hispánico y se pueden rastrear ejemplos que vienen del mundo medieval y su repercusión llegará hasta la sociedad industrial posterior.
NOTAS
1 Rubayo, S y Gállego, A: PintorAs, Madrid, La gata verde, 2021, pp. 5 y ss. (ver aquí)
2 Regla del convento Agustino de Puente la Reina, Navarra, 1776. (ver aquí)
3 Portús, Javier: Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega, Nerea, Madrid, 1999, p. 61.
4 Portús, op. Cit. P. 63.
5 Portús, op. Cip. P. 63.
6 Para más información sobre Sor Estefanía de la Encarnación ver aquí.
7 Villerino, Alonso de: Esclarecido solar de las Religiosas Recoletas de Nuestro Padre San Augustin, y vidas de las … hijas de sus conventos , Madrid, Imprenta de Bernardo de Villa-Diego, 1690. (ver aquí)