Iniciamos una serie de post en los que nos acercaremos a uno de los aspectos más interesantes del Renacimiento hispánico. Hoy traemos la primera parte, en la que nos acercamos al tiempo de los Reyes Católicos, dejando para más adelante los casos de sus descendientes: los primeros Austrias.
La atracción de artistas italianos a las cortes de los reinos hispánicos surgió como un intento de aproximación a la estética del Humanismo por parte de los distintos monarcas, cuya manera terminaron por asimilar en su imagen iconográfica y propagandística.
Los artífices que se acercaron a la península Ibérica, al olor de la fortuna y la riqueza fueron, salvo excepciones, discípulos de los grandes maestros, lo que no exime a sus creaciones de alcanzar grandes cotas de calidad. A su llegada, los escultores clasicistas se encontraron con el condicionamiento de un entramado medievalista en el que se integrarían sus creaciones de nuevo estilo, cuyo diálogo nos ayuda a comprender la pluralidad de modelos formales aceptados.
El dominio del gusto italiano y clasicista se mantendría presente en el ámbito cortesano hasta el siglo XVIII. Al pasar a reinar los Borbones, la idea de perpetuar la memoria y el legado histórico de su linaje se mantuvo, promoviendo en este caso un nuevo interés dinástico de origen borbónico, afrancesándose el arte cortesano.
Aunque son muchos los escultores italianos que trabajaron en España durante el siglo XVI, en este trabajo nos limitaremos a realizar un acercamiento a los principales nombres que se desplazaron hasta la península Ibérica y trabajaron para la Monarquía hispánica, con la inevitable excepción de Leone Leoni, quien ejecutaba los encargos desde su residencia en Milán (sobre este último ver el post que dedicamos al retablo de El Escorial aquí).
La escultura italiana en la Corte de los Reyes Católicos
El tiempo de los Reyes Católicos estuvo marcado por el predominio y la difusión de un estilo nórdico de ascendencia flamenca y alemana, que se ajustaba a las voluntades programáticas de su reinado. Fueron ellos mismos quienes promovieron las principales obras de finales del siglo XV en un estilo tardogótico. Este lenguaje fue renovado a través de novedosas fórmulas espaciales y decorativas, modernizando así el tradicional estilo medieval. A ello había que añadirle la persistencia de la estética islámica y su presencia en los entornos cortesanos más refinados. Las danzas, juegos, decoración y arquitectura moriscos eran promovidos por los monarcas, perpetuando así una tradición, unas formas y unas técnicas típicamente hispánicas. Sin embargo, ni los reyes ni su entorno eran ajenos a los movimientos artísticos derivados del humanismo italiano y que parecía querer extenderse más allá de los Alpes.
Desde las universidades españolas surgieron voces que reclamaban una mirada al humanismo, que reflexionaban sobre los clásicos y que apostaban por la difusión de la gramática y la cultura latinas. Personajes como Antonio de Nebrija, Pedro Mártir de Anglería o Lucio Maríneo Sículo, escribieron y enseñaron desde las aulas universitarias buscando acabar con la “barbarie” dominante en la cultura hispánica. Mientras, desde sus sedes episcopales, prelados como el cardenal Cisneros, el cardenal Mendoza o el arzobispo Fonseca, propugnaban una renovación eclesiástica y una protección de la cultura y de las artes. Entre maestros y prelados existía una potente ligazón, del mismo modo que muchos de ellos tenían acceso directo a la Corte y, por tanto, a la voluntad de los monarcas.
En este propicio caldo de cultivo se produjeron los primeros desplazamientos de artistas italianos a los reinos hispánicos, gracias en parte a las relaciones comerciales que se mantenían con ciudades como Nápoles o Génova. Sin embargo, también se produjo este movimiento como consecuencia de una dura competencia artística, debido a la cual algunos optaron por buscar trabajo en el extranjero.
Así, tres grandes corrientes italianas penetraron en la península: la florentina, la lombarda y la napolitana, siendo la primera de las tres la que nos transfirió figuras ya distinguidas en Italia como Fancelli o Torrigiano.
Domenico Fancelli (Settignano, 1469 – Zaragoza, 1519)
Fancelli fue un escultor de cuyas obras italianas no tenemos apenas referencias, aunque sí sabemos que su familia contaba con varios escultores en sus filas, a través de los cuales se cree que pudo heredar el estilo Benedetto di Maiano o Desiderio de Settignano. Lo que sí sabemos es que su primera gran obra española fue el sepulcro del Cardenal Hurtado de Mendoza, cuya familia abrió las puertas de España al Renacimiento italiano.
Su composición se ha asociado al sepulcro de Paulo II diseñado por Mino da Fiesole y Giovanni Dálmata en el Vaticano. A través del contacto de esta familia pudo introducirse en el entorno regio, recibiendo el encargo de realizar sus más famosas obras: los sepulcros para el Príncipe Don Juan y de los Reyes Católicos, así como el de Felipe el Hermoso y Doña Juana, el cual no llegó a dar término debido a su fallecimiento el 21 de abril de 1519
El Sepulcro del Infante Don Juan, instalado en la iglesia de Santo Tomás en Ávila, supone un conjunto de carácter decorativo de escultura florentina post-donatelliana, que resultó de gran novedad. La reducción de elementos heráldicos empleados, simplifica a la practicada en el siglo XV español. Se trata de un monumento en forma de túmulo, cuyos frentes inclinados nos remiten al sepulcro de Sixto IV diseñado por Antonio Pollaiuolo.
Terminado en 1513, el retrato del rostro fue tomado de un modelo que le proporcionó Íñigo López de Mendoza, II conde de Tendilla. Destaca, sobremanera, tanto el detallismo como las finas labores con una profusa decoración, que delatan a Fancelli como heredero directo de los talleres genoveses y lombardos de Carrara.
El sepulcro de los Reyes Católicos fue realizado en Carrara, terminándolo en 1517, siendo compuesto para ubicarlo en la Capilla Real de Granada, de factura gótica y dónde actualmente se conserva. El esquema es similar al anterior, solo que más ancho para dar cabida a los cuerpos, cuyos rostros dotó de cierta idealización, como hiciera con el del Infante.
Llama la atención la función decorativa que adquiere el conjunto heráldico, esculpido en una franja que recorre los laterales, así como el clasicismo del laurel que rodea las armas de los reinos hispánicos y que es portado por dos angelotes. En las cuatro esquinas, aparecen cuatro padres de la Iglesia, y en los laterales unos tondos con escenas evangélicas, hornacinas aveneradas y unos originales glifos.
Debido al éxito de este enterramiento, recibió el encargo de hacer el del Cardenal Cisneros, pero murió en Zaragoza cuando se dirigía de nuevo a Carrara en busca de mármol. Por este motivo quedó el encargo en manos de Bartolomé Ordóñez, quien, a pesar de implementar algunas modificaciones, aceptó las condiciones y la traza que habían sido acordadas con Fancelli antes de su muerte.
Nota del Autor:
* En recuerdo del profesor D. Francisco José Portela Sandoval, del que tuve el privilegio de recibir clases sobre escultura regia durante mis cursos de doctorado. Tanto sus observaciones en el aula, como su predisposición y agradables conversaciones sobre arte e historia, fueron inspiración, ejemplo y modelo para imitar. DEP.
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