En su obra El arte del retrato y la burguesía florentina (1932), Aby Warburg escribió que «las obras de arte nacen de la responsabilidad compartida entre comitente y artista»[1]. Y en 1960, Ernst H. Gombrich afirmaba que «la obra de arte es la del donante»[2]. Precisamente, no fue hasta bien entrado el siglo XX que la idea del genio creador del artista seguía campando a sus anchas por la historiografía del arte. Hoy en día, ningún investigador que se precie cree en ese concepto místico del genio del artista que tanto gustaba en el pasado. Sin embargo, en las exposiciones y documentales dirigidos al gran público se sigue explotando esta visión.
Lo cierto es que como dicen dos de los historiadores del arte más importantes (Warburg y Gombrich) la obra de arte nace de la relación entre quien encarga la obra de arte (y, sobre todo, la paga) y quien la realiza, es decir, entre el cliente y el artista. Es importante que tengamos en cuenta el concepto de cliente, porque, al fin y al cabo, alguien que encarga un trabajo y paga por él no es otra cosa que un cliente. Por supuesto, existían varios tipos de clientes, privados o públicos, individuales o mecenas. Éstos últimos, que mantenían a varios artistas a su cargo, son precisamente el tipo de cliente que ha pasado a la posteridad como el más habitual, y no siempre era así. Por ejemplo, durante el siglo XV no era lo común en Florencia, pero sí en otras ciudades como Nápoles, Mantua o Milán. El concepto ideal que se ha transmitido del arte del Renacimiento italiano nos quiere hacer creer que el mecenas mantenía a los artistas por el simple hecho del amor al arte. Desafortunadamente, no es así, y los artistas al servicio de duques, marqueses y otros nobles no eran sino una magnífica herramienta de propaganda. El mejor ejemplo de esto es Giorgio Vasari, que probablemente fue «el propagandista más creativo que sirvió a la Casa Medici. En los primeros años del gran ducado, jugó un papel esencial en dar forma a la identidad familiar»[3]. Así pues, podemos decir que Vasari creó una imagen pública de los Medici a través de las obras de arte que él mismo producía para ellos.
Dentro de todo este contexto, encontramos un documento que destaca por su importancia en la correcta realización de la obra de arte (o producción como decía Wackernagel)[4]: el contrato.
La importancia del contrato radica en que en él se acuerdan todos los detalles relativos a la obra: tema, colores, medidas, precio, plazo de entrega, etc. Si bien algunos contratos proporcionan más información que otros, en general aportan muchos datos y muy interesantes. No existía un modelo estándar en la redacción de un contrato, ya que cada uno podía incluir lo que, tanto el artista como el cliente, consideraran necesario. El tema a representar, normalmente se trataba de manera general, lo que invita a pensar que los detalles eran una cuestión que se discutía verbalmente entre ambas partes mientras la obra se estaba realizando. Para asegurarse de que todo quedara registrado, se solían hacer tres copias: una para el artista, otra para el cliente y otra para los archivos públicos.
Uno de los contratos más completos, y que más información aporta acerca de la obra, es el referido a la Adoración de los Magos, realizada por Domenico Ghirlandaio para el Hospital de los Inocentes en Florencia. El documento está redactado por Fra Bernardo di Francesco di Florencia, Hermano Jesuato, a petición del reverendo Messer Francesco di Giovanni Tesori, prior del Hospital de los Inocentes en Florencia; y está firmado por éste último y Domenico di Tomaso di Curado, es decir, Ghirlandaio. En él, se establece:
«Que en este día del 23 de octubre de 1485 el mencionado Francesco encarga y confía al mencionado Domenico la pintura de una tabla. […] Y que debe pintar dicha tabla, toda con su mano, en la forma en que se muestra en un dibujo sobre papel con tales figuras y en la forma allí mostrada, no apartándose de la forma y composición de tal dibujo. Y debe pintar la tabla, con gastos a su cargo, con buenos colores y con oro en polvo en aquellos adornos que lo exijan; y el azul debe ser ultramarino de un valor cercano a cuatro florines la onza. Y debe tener completada y entregada la dicha tabla dentro de los treinta meses contados desde hoy; y recibirá como precio de dicha tabla 115 florines, si me parece a mí, Fra Bernardo, que los vale. Y yo puedo consultar a quien crea mejor para solicitar una opinión sobre su valor o artesanía, y si no creo que valga el precio establecido, él recibirá tanto menos como yo crea correcto. […] Recibirá el pago como sigue: el dicho Messer Francesco debe dar al mencionado Domenico 3 florines cada mes, comenzando desde el 1º de noviembre de 1485 y continuando como se establece, cada mes tres florines. Y si Domenico no ha entregado el panel dentro del mencionado período de tiempo, estará sujeto a una multa de quince florines, y a su vez si Messer Francesco no cumple los mencionados pagos mensuales estará sujeto a una multa por el total, es decir, una vez que la tabla esté terminada tendrá que pagar completamente y en su totalidad el resto de la suma debida»[5].
Uno de los aspectos más importantes que se establece en este contrato es (y también lo fue en el momento de su firma) la elección de los colores. Generalmente, los únicos colores que se acordaban por escrito eran dos: el azul y el oro, precisamente los dos citados aquí. Esto se debe a que eran los colores más caros que un pintor podía emplear: 100 hojas de pan de oro costaban un florín[6], y el azul ultramarino, el más caro de todos los pigmentos, costaba unos 3 florines por onza (28 gramos)[7]. Si comparamos el azul con otros colores, como el blanco (2-4 soldi la libra, es decir unos 453 gramos) o el rojo y el amarillo (unos 12 soldi la libra), resulta evidente la diferencia de precio[8].
Otro aspecto que solía establecerse en los contratos era el hecho de que el artista realizase la obra él mismo, sin el apoyo de ayudantes. A veces podían tener ayuda, pero no en las zonas principales, aunque otras veces ni eso. Esto lo vemos en el contrato de Ghirlandaio para el Hospital de los Inocentes («debe pintar dicha tabla, toda con su mano»), pero también en otros, como en el de la Virgen de la Misericordia de Piero della Francesca, firmado el 11 de junio de 1445, y en cuyo contrato se acuerda «que ningún pintor podrá poner su mano en el pincel que no sea Piero mismo»[9].
Aunque los contratos que más se conservan son los relativos a obras pictóricas, también encontramos otros referidos a escultura y arquitectura. Encontrar contratos relativos a obras arquitectónicas es quizá lo más inusual, pero los que se conservan son tremendamente ilustrativos. Tal es el caso del contrato que se firmó el 21 de enero de 1518 entre el papa León X (Giovanni de Medici, hijo de Lorenzo el Magnífico) y Miguel Angel Buonarroti. En él se acordaba que:
«Su Santidad, nuestro Señor papa León X, ha encargado a Michelangelo de Lodovico de Bonarroto Simoni, escultor florentino, a construir la fachada de San Lorenzo, en el modo que abajo se dirá. Primero, dicho Miguel Ángel hará la fachada en un tiempo de ocho años, comenzando el día 1 de febrero […] por un precio de cuarenta mil ducados de oro. […] La fachada deberá ser de mármoles blancos de Carrara o Pietrasanta, […] y todo el gasto de excavación, transporte, trabajo de las figuras en relieve y bajo relieve de mármol y bronce sea a cuenta de dicho Miguel Ángel. La obra debe estar compuesta y realizada según el ejemplo y las proporciones del modelo de madera, con figuras de cera, y hecho por Miguel Ángel, que la mandó desde Florencia el pasado mes de diciembre. […] Yo, Michelagnolo de Lodovicho Simoni, estoy de acuerdo con cuanto este escrito contiene, y para dar fe de ello, lo suscribo de mi propia mano, en Roma, lo dicho más arriba»[10].
En el contrato se dan todo tipo de detalles sobre cómo debía estar organizada y decorada la fachada. Por ejemplo, el plano bajo se decoraría con ocho columnas de mármol y cuatro estatuas. El resto de la fachada tendría tabernáculos, tondos, y todo tipo de figuras, algunas de pie y otras sedentes, algunas de mármol y otras de bronce. El proyecto, por el que se le iban a pagar nada menos que 40.000 ducados a Miguel Ángel (5.000 al año durante ocho años), nunca se llevó a cabo. De hecho, el contrato se rescindió apenas dos años después, y la fachada quedó desnuda, tal y como continúa hoy en día. Sin embargo, sí podemos hacernos una idea de lo que hubiera sido gracias al modelo en madera que se conserva en la Casa Buonarroti de Florencia.
No hay duda de que los contratos son documentos tremendamente importantes, ya que permiten conocer detalles de la obra y explicar la presencia de ciertos colores o la representación de temas concretos. Por suerte, en muchas ocasiones el artista tenía relativa libertad para realizar la obra, aunque el tema sí le viniera impuesto. En otros casos, como hemos visto a través de estos dos ejemplos, esa libertad se veía limitada a lo que quisiera el cliente que encargaba la obra. No podemos olvidar que el concepto de artista que tenemos hoy en día difiere totalmente del que existía entonces. De hecho, fue durante el Renacimiento que los artistas empezaron a reclamar un lugar en la sociedad más allá de la consideración de artesanos que habían tenido hasta entonces.
NOTAS DEL TEXTO
[1] WARBURG, Aby: “El arte del retrato y la burguesía florentina”, en WARBURG, Aby: El renacimiento del paganismo. Madrid, Alianza Editorial, 2005, p. 149.
[2] GOMBRICH, Ernst: “El mecenazgo de los primeros Medicis”, en GOMBRICH, Ernst: Norma y forma. Estudios sobre el Renacimiento, 1. Madrid, Debate, 1999, p. 40.
[3] GOLDBERG, Edward: After Vasari, Art and Patronage in Late Medici Florence, Princeton, Princeton University Press, 1988, p. 4.
[4] WACKERNAGEL, Martin: El medio artístico en la Florencia del Renacimiento. Madrid, Akal, 1997, p. 8.
[5] BAXANDALL, Michael: Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento. Barcelona, Gustavo Gili, 1978, pp. 20-21.
[6] O’MALLEY, Michelle: The Business of Art: Contracts and Payment Documents for Fourteenth and Fifteenth-Century Italian Altarpieces and Frescoes, New Haven, Yale University Press, 2005, p. 50.
[7] Ibidem, p. 68.
[8] 1 lira equivalía a 20 soldi, y el valor medio del florín era de 101,5 soldi entre 1434 y 1471. El salario medio de un trabajador no cualificado era de 10 soldi al día. GOLDTHWAITE, Richard: The Building of Renaissance Florence. An Economic and Social History. Baltimore, The John Hopkins University Press, 1982, pp.429-30.
[9] BAXANDALL, Michael: op. cit., p.36.
[10] MILANESI, Gaetano: Le lettere di Michelangelo Buonarroti. Florencia, Le Monier, 1875, pp. 671-72.