La imagen de la monarquía de Felipe III, conocido como el Piadoso, sigue hoy en día impregnada de la visión negativa que la historiografía tradicional ha venido vertiendo sobre los mal llamados Austrias menores, de tal forma que en los manuales de historia sigue apareciendo frases del tipo:
“Felipe III fue, en resumidas cuentas, un parásito coronado a quien se le podría perdonar su debilidad si no hubiese abandonado el ejercicio del poder en manos de un personaje tan detestable como el duque de Lerma”.
BENNASSAR, B.: La España de los Austrias, Crítica, Barcelona, 2001, p. 23.
“Felipe III (1598-1621), lamentable soberano, más hecho para el convento que para el trono, deja gobernar al duque de Lerma y a una serie de ministros mediocres y ambiciosos”.
BENNASSAR, B., Jacquart, J., Lebrun, F., Denis, M. y Blayau, N.: Historia Moderna, Akal, Madrid, 2010 [primera edición 1980], p. 531.
Parece claro que la labor de los ministros del Piadoso no es ejemplarizante, pero también es conocido que heredó una situación menos favorable que la que se hubiera podido esperar de su padre el rey Prudente, Felipe II. La impresión del reinado precedente es la de una época brillante, pero sin embargo, es sólo en apariencia ya que dejó como consecuencia una serie de flaquezas, como la ausencia de unidad y cohesión de los territorios, las dificultades monetarias y financieras o la insuficiencia demográfica, que pasarán factura a la política del reinado de su hijo. El reinado de Felipe III está necesitado de una revisión, porque la imagen imperante es fruto de una historiografía escrita desde postulados maniqueístas que necesitan de un periodo oscuro para contrastar otro de luz, así al siglo XVI, de la hegemonía imperial, se le debe continuar con el tinte negro de la gran crisis del XVII, para volver a deslumbrar con el cambio dinástico, la llegada de Felipe V de Borbón. Pero si nos adentramos en el reinado de Felipe III, podemos destacar que en realidad el prestigio de la monarquía hispánica apenas se había resentido y la política que llevó al desarrollo de la Pax Hispánica hizo que la hacienda castellana se recuperase. También es cierto que este reinado tuvo sus miserias, que no podemos silenciar. La paz de estos años es en realidad la preparación para un gran conflicto europeo que parecía inevitable, y aunque el catolicismo frenó el avance de la Reforma protestante, no consiguió que los estados que abrazaron el protestantismo regresaran a la fe de la Iglesia de Roma.
En el campo artístico pasa algo parecido, se suele ningunear el arte y la arquitectura del reinado de Felipe III, cuando en realidad estamos en el momento en el que se supera el manierismo clasicista, representado por el estilo de Juan de Herrera y su intervención en El Escorial, y se da paso a las fórmulas que llevarán hacia la adopción del lenguaje barroco. No hay que olvidar, que, si Felipe II se empeñó en la construcción del Real Monasterio, su hijo, es el artífice de la remodelación del Alcázar de Madrid y de la propia Corte, con la construcción de su flamante Plaza Mayor, dos hitos fundamentales en la historia de la arquitectura del barroco en la Península. Hay que ver la escuela madrileña del siglo XVII en realidad como una escuela cortesana y aunque siempre se ha tratado de remarcar el fuerte peso del estilo escurialense, las soluciones aportadas por los artífices vinculados a la Corte están dentro de los paradigmas arquitectónicos y urbanísticos europeos. En opinión de la profesora Virginia Tovar, se puede relacionar la experimentación en las plantas de edificios religiosos con los mismos ensayos que en Roma están haciendo Maderno y Poncio.
En este contexto debemos colocar un hecho insólito, el proceso de beatificación y canonización de Isidro, virtual patrón de la Villa. En este proceso tendrá un papel fundamental el Ayuntamiento, que querrá dotar a la reciente Corte de un santo nacido en ésta. En todo el transcurso de la carrera hacia los altares del labrador madrileño, tiene un papel fundamental el hecho de que la Villa necesite asegurar su recién conquistado estatus de Corte, sobre todo tras el intervalo vallisoletano, y la implicación de los propios monarcas que utilizarán esta canonización como herramienta política.
Isidro era un personaje algo oscuro, del que se conocía una hagiografía del siglo XIII con adicciones posteriores y del que la parroquia madrileña de San Andrés custodiaba su cuerpo incorrupto como reliquia. Este tipo de advocaciones locales de origen medieval son comunes en el ámbito hispánico, pero tras la depuración del santoral que se produjo tras el Concilio de Trento, el culto al labrador se vio seriamente en peligro. La elección de Madrid como sede permanente de la Corte, tomada en 1561 por Felipe II, provocó seguramente en las autoridades locales el deseo de oficializar el culto de Isidro, iniciando el proceso. La historiadora María José del Río Barredo (ver aquí), que ha estudiado todo el proceso, señala dos circunstancias peculiares en la elección del santo patrón. Una, que el elegido era un humilde labrador por lo que tenía más dificultades para ganar la carrera hacia la santidad. La otra es que Isidro no debía limitarse a encarnar los valores de una simple ciudad, sino que había de responder al doble papel de Madrid como Villa y Corte, sin menospreciar ni ensombrecer a nadie. Es por ello que el protagonismo lo ejerció desde el principio el ayuntamiento, buscando documentación en sus archivos y mandando a la Ciudad Eterna representantes que pudieran mover el proceso de Canonización.
En las nuevas canonizaciones se busca una reputación no coyuntural sino de largo recorrido para evitar actuaciones bajo el influjo de la fama, por lo que se inicia con una búsqueda de documentación y testimonios que avalen el inicio de la causa. Toda esta documentación pasa a una segunda fase, la etapa romana, en la que el candidato adquiere la condición de Venerable, para llegar luego a la etapa apostólica. Es en esta etapa donde el papel político y el esfuerzo económico se hace necesario para conseguir los apoyos necesarios dentro de las autoridades eclesiásticas romanas. El espíritu contrarreformístico, de exaltación del culto a los santos, supone la paradoja de iniciar un proceso de canonización a toda figura con fama de santidad, pero a la vez un control férreo por parte de Roma que frena o ralentiza los procesos, aún así de todos es conocido el incremento de santos vinculados al espíritu de la nueva religiosidad moderna, fundamentalmente acelerados en los casos de las nuevas órdenes o de las órdenes reformadas, como sucederá con los santos que acompañen a Isidro en la ceremonia del múltiple canonización de 1622, como Teresa de Ávila, los santos jesuitas, Ignacio de Loyola y Francisco Javier y el italiano Felipe Neri.
En 1567, tras una visita episcopal al sepulcro de Isidro, se prohibió rotundamente sacarlo en procesión o rogativa sin permiso expreso del arzobispo de Toledo, acabándose así con una costumbre asociada a las peticiones de lluvia por parte de los agricultores del alfoz madrileño. En realidad no volverá a salir en comitiva hasta que ya esté reconocido como beato en 1619. Un hito significativo fue la implicación del fraile dominico Domingo de Mendoza, a partir de 1588, revitalizando el proceso e involucrando en el a toda la Corte. Sólo el traslado de la corte a Valladolid en 1606, ralentizó el proceso, que volvió a tomar impulso cuando el Ayuntamiento decidió mandar a Roma al regidor Diego de Barrionuevo en 1616. Barrionuevo agasajó con regalos a toda la corte pontificia de Paulo V, el papa Borghese, del que consiguió la beatificación de Isidro un 14 de junio de 1619. Sin embargo, la fecha que se fijará en el calendario como propia para la celebración del ya beato madrileño será la de la fastuosa fiesta madrileña del 15 de mayo del año siguiente, y también la promesa de la canonización que heredará el siguiente pontífice Gregorio XV. Este último reunirá, de forma excepcional, en una única ceremonia la canonización antes mencionada de Isidro y los santos contrarreformísticos, con una amplia representación de España, con cuatro de los cinco nuevos santos, y un protagonismo importante del santo madrileño que fue colocado en el lugar de honor, en el centro de las celebraciones.
Pero, sin lugar a duda, fue su celebración como nuevo beato donde la ciudad de Madrid echó la casa por la ventana e intentó deslumbrar desde los postulados del barroco, para afianzar el estatus de la Villa y evitar en lo sucesivo nuevos intentos de cambios por parte de los monarcas. En este caso la celebración, utilizando por primera vez la recién acabada plaza mayor, deslumbró sobre manera. La fecha tuvo que retrasarse, pues las noticias de Roma coincidieron con la Jornada de Portugal y con una enfermedad del propio Felipe III, que quedó retenido en Casarrubios por lo delicado de su salud. Ante el temor del fatal desenlace para el monarca, se decidió sacar el cuerpo de Isidro y llevarlo ante la presencia del monarca. Su recuperación serviría para ratificar el efecto taumatúrgico de la reliquia.
Para el festejo se contó con todo un programa ideado por el literato Antonio Mira de Amescua y que contaba con cortejos, adornados de altares y arcos de triunfo. También mascaradas y carros triunfales, donde se mezclarán las tradiciones de las tarascas del Corpus, con la mitología y todo el lenguaje emblemático.
Para trasladar el cuerpo del santo en la urna de plata realizada por el gremio de plateros de Madrid, se realizó un carro movido mediante artificios.
Para la máscara y fiesta se realizaron siete carros más de los que tenemos una sucinta descripción
“Un carro en que vaya la diosa Çeres, con un trono todo de espigas, le an de tirar bueyes enrramados de flores y espigas.
Un carro en que vaya Vulcano, tirado de dos dragones, aquí an de ir unos yunques en que vayan martilleando, y salgan artificios de fuego, este carro pintado de negro y llamas enfernales.
Otro carro en que vaya Venus, de flores y plantas, el testero a de ser una concha marina, le an de tirar dos cisnes grandes, llebara secretos sus movedores.
Otro carro de yedra y pámpanos y recimos, en que vaya Baco; de testero a de ser una cuba de vino de adonde salgan fuentes de vino que corran y puedan coger los que van a pie, an de tirallo dos camellos verdaderos que se los darán.
Otro carro en que venga el Tiempo, que a de ser pintado y dorado; an de ir en el quatro figuras, y le an de tirar dos caballos: uno blanco y otro negro, con un sol en la testud el uno, y otro una luna.
El último carro es de madroño, con la esfera dorada en que vayan tres personas, le an de tirar quatro ossos.
Ase de hacer un delfin sobre un borrico, y un águila sobre otro, esto es de modo que parezcan delfín y águila, y an de ir en cada uno una persona.
Ase de hacer un sol grande para el caballo de Apolo, y una máscara con un sol para el mismo Apolo. Anse de dar unos justillos de sirenas y otros de centauros, y un artifiçio para haçer unicornio un caballo, unas alas para haçer un caballo Pegasso.
Ase de haçer un elefante o hipogrifo en que vaya el dios Pan”.
AHPM, Pº 2666, fº 427r y 427v. citado por Esteban Ángel Cotillo Torrejón: “Artífices y artificios. Las fiestas celebradas en Madrid por la beatificación del bienaventurado Isidro, Mayo de 1620” en Espacio Tiempo y Forma, Serie VII, Historia del Arte, T 25, 2012, pp. 107-154.
En la Plaza Mayor se escenificó un combate medieval con la toma de un castillo o fortaleza, que recibió el nombre de La aventura del Castillo de la Perfección, como lucha del bien y del mal y que terminó con un despliegue de fuegos de artificio y la quema del castillo, que por poco no acaba en desgracia por las temperaturas que alcanzó el fuego en la recién inaugurada plaza.
Para la solemne procesión levantaron altares todas las órdenes religiosas con presencia en la Corte y numerosos arcos de triunfo, levantados por los gremios. Se completó la celebración con varios días de luminarias nocturnas.
En esta escenificación de la gloria de un humilde labriego, estaba en juego el honor de la Villa y la reputación de la Corte, además de servir de ejemplo de las altas cotas de santidad a las que se podía acceder desde un oficio humilde y servil, en una España que acababa de expulsar a toda la población morisca. En la celebración del Beato Isidro se estaba jugando también la baza del orgullo patrio, de los naturales de Madrid, por lo que esta celebración era también una exaltación barroca del orgullo madrileño.