Para los amantes de la Historia del Arte en general y de la Historia de la Pintura en particular, no os será ajena la evidencia de que hasta fechas recientes la elaboración del discurso que explicaba la evolución de las escuelas y géneros pictóricos ignoraba el papel de las mujeres en este campo. Pues como construcción cultural, nuestra sociedad había apartado a las mujeres de los roles activos y las había confinado en el ámbito doméstico (ver post sobre mujeres artistas aquí y aquí). Ahora bien, hubo excepciones y poco a poco esas raras ocasiones en las que una mujer podía ejercer su actividad artística y vivir de ello, están siendo conocidas por el gran público gracias a la labor de los especialistas que están dando a conocer sus obras y logros.
Un claro ejemplo de ésto es la artista sobre la que trata la próxima exposición que se va a celebrar en el Museo del Prado: Clara Peeters (Amberes, 1594 – después de 1657) [para más información sobre la muestra ver aquí]. La pinacoteca madrileña tiene cuatro obras de la pintora flamenca, de las cuales tres están fechadas en el mismo año 1611, fecha que se debe extender también a la cuarta pintura por estilo y proximidad a las anteriores, y que están localizadas desde antiguo en las colecciones reales españolas. Y es que la situación del norte de Europa, como bien señaló Witney Chadwick, precursora de la Historia del Arte de género, era idónea para que florecieran un grupo interesante de mujeres dedicadas al arte de la pintura.
En el norte de Europa se daban condiciones que facilitaban que un mayor número de mujeres participaran activamente en talleres pictóricos. Por un lado está la mayor libertad que parece que gozaban la mujeres en las sociedades norteñas, frente al ejemplo italiano, y por otro lado los cambios artísticos que posibilitaron la aparición de los géneros pictóricos, como el paisaje y sobre todo el bodegón, que permitían a las mujeres acceder a un mercado artístico y a un aprendizaje que evitara los estudios anatómicos y de desnudo para no contradecir la moral de la época. Pese a estas condiciones y a la mayor nómina de pintoras en el Norte, no hay que caer en ideas equívocas o triunfalismos, porque la proporción en términos absolutos sigue siendo mayoritariamente masculina por ese papel doméstico dado a las mujeres que poco o nada tienen que ver con sus capacidades o su talento para el desarrollo de la actividad artística.
Así tenemos ejemplos tempranos citados en la documentación de Flandes en el siglo XV en la que nos aparecen nombres como Elisabeth Scepens, que es miembro de la guilda de los artistas de Amberes entre 1476 y 1489, o Margaretha van Eyck, hermana de los famosos Jan y Hubert van Eyck y de la que no tenemos ninguna obra atribuible (Jan van Eyck contrajo matrimonio entorno a 1432 con una dama también llamada Margaretha y de la que poco se sabe, por lo que puede dar lugar a confusión). En ambos casos son figuras vinculadas a la formación familiar en talleres de pintores. En el siglo XVI también aparecen nombres importantes como Caterina van Hemessen, pintora de cámara de María de Hungría, o Levina Teerlinc, pintora llamada a la corte inglesa de Enrique VIII y que pintó para los tres sucesores de éste.
Pero es la reforma protestante la que cambió la idea e imagen de las Artes en el norte de Europa. Con el movimiento iconoclasta y el fin de las imágenes religiosas, el campo de la pintura parecía abocado a su desaparición en esos territorios, pero la nueva ideología de las élites urbanas, que basaban su riqueza en los negocios, dio cabida a los nuevos géneros que se estaban gestando en los talleres artísticos: los retratos, los paisajes y la pintura de bodegones o naturalezas muertas, con sus subgéneros como la pintura de floreros. En la sociedad culta de las protestantes Provincias Unidas, este nuevo tipo de arte suplió en gran medida a la pintura de historia religiosa y es en estos géneros donde habían comenzado a despuntar ya ciertos nombres femeninos. Así en la Holanda del siglo XVII se puede contabilizar hasta doce mujeres que obtuvieron título de maestras pintoras en diferentes guildas. Nombres tan relevantes como Judith Leyster, Maria van Oosterwyck, Cornelia de Rijck o Maria van Pruyssen serían los más destacados.
Pero, ¿qué ocurre con Clara Peeters? No pertenece a la cultura protestante de las Provincias Unidas, sino que nace y desarrolla su carrera en la católica Amberes, la ciudad del genio del barroco Pedro Pablo Rubens. Aunque es notoria la diferencia de concepción artística entre las provincias católicas del sur y las protestantes del norte, en el caso de la pintura de género ambas escuelas estuvieron íntimamente ligadas y aunque sabemos muy poco de la vida de Peeters entendemos, o así lo piensan los especialistas, que debió visitar Amsterdam y La Haya, pues hay ecos de maestros holandeses en la fase madura de Peeters.
Hay que ver la obra de Peeters en el contexto de la aparición entre 1590 y 1650 de la importante escuela de pintura floral al óleo con centros en Amberes y Utrecht. En la primera ciudad el papel de creador se ha relacionado con el maestro Jan Brueghel “de velours”. En la estela de éste van a surgir otros nombres entre los que sobresaldrán pronto la propia Clara Peeters junto con Hans van Essen y Jan van der Beeck, artistas con los que trabajará. Junto a éstos también destaca el nombre de Osias Beert, el otro maestro junto con Brueghel al que se le adjudica la creación del género del bodegón.
La contribución de Clara Peeters a la escuela debió ser importante, ya que la forma de componer el cuadro mediante un despliegue de objetos y alimentos sobre una mesa o repisa con un fondo oscuro como si fueran piezas de un banquete o de un desayuno está presente en la pintora en fechas muy tempranas. El mismo hecho de que firme y feche sus obras es en sí un argumento más para entender lo extraordinario de la aportación de Peeters. En un momento de afirmación de la valía intelectual del trabajo artístico, la firma de la pintora es un marcado gesto de autoafirmación.
De las obras del Prado se cree que dos estaban colgadas en el Alcázar de Madrid, en la pieza larga de las bóvedas lugar empleado por el rey Felipe IV como eventual comedor privado: “Otros dos [paises], uno de pesca y otro de aves, de tres quartas de largo y dos terzias de alto, a duzientos reales de plata cada uno… 400”. Aparecerían así dichas obras en los inventarios desde 1666 en adelante hasta su integración en el Real Museo de Pinturas a la muerte de Fernando VII. Son dos cuadros de bodegón con productos de caza y pesca acompañados de utensilios de cocina y menaje retratados con gran verismo. Están fechados en 1611 y uno de ellos va firmado.
Los otros dos cuadros que conserva el Prado pertenecieron a la colección de Isabel de Farnesio y están localizados en el palacio de la Granja de San Ildefonso. Aparecen en el inventario de la reina de 1746, pero no está clara su procedencia, quizá ya estuvieran en la colección real y la reina los adquiriera para la decoración de la Granja, como hizo con otras pinturas como los cuadros de Tintoretto conocidos como “bóvedas Tiziano”. Representan dos mesas de “desayuno” por el tipo de productos que se representan. Uno de ellos destaca por el bello florero, composición típicamente flamenca en la que aparecen tulipanes, flores de la pasión, rosas, narcisos y lirios.
Citando literalmente a Chadwick en su fantástico Mujer, arte y sociedad:
Esos cuadros figuran entre las obras maestras del bodegonismo del siglo XVII, hecho más que notable debido a la juventud de la artista. El meticuloso dibujo de la forma y su manejo de mano maestra de las superficies reflectantes debieron fomentar la difusión de la pintura de bodegones más adelante en ese siglo.
Whitney Chadwick: Mujer, arte y sociedad, Ed. Destino, Barcelona, 1992, p.120.
Sin embargo, la falta de documentación sobre la vida profesional y personal de Peeters, así como la pérdida de los registros de la guilda de San Lucas de Amberes de esos años nos hacen imposible saber en realidad el papel que finalmente jugó la pintora, así como la consideración de sus contemporáneos, pero el hecho de que posiblemente en el Alcázar de Madrid en 1666 colgaran dos de sus obras nos ha de servir de termómetro para dilucidar el importante papel que jugó en la pintura europea y que la exposición del Prado no hará sino corroborar.