No podemos percibir el sentido que tenía el arte de corte sin entender los tiempos precisos en los que el rey se recogía en los diversos Sitios Reales, los cuales exigían cierto esplendor y magnificencia de acuerdo con las contingencias de su uso.
Dado que la presencia regia exigía una cierta escenografía, el uso de estas casas, por temporal que fuese, obligaba a ornamentarlas de manera estable, aunque a veces se haya supuesto que no era así; por el contrario, sólo los tapices y los muebles funcionales eran objetos de mudanza anual. Durante la segunda mitad del siglo XVII el uso regular de los palacios en los Reales Sitios ocasionó el desarrollo de su decoración fija, entendida ésta tanto en un sentido estricto –estucos y frescos- como más laxo –cuadros en series, o al menos en agrupaciones coherentes- y regida por el principio del decoro, según el cual la función de la casa determina su ornato: el género, el paisaje y la mitología dominan en unos conjuntos decorativos presididos por el énfasis dinástico. Como ejemplo de ello están los conjuntos decorativos llevados a cabo en el Palacio de Aranjuez en los reinados de Felipe IV y Carlos II (sobre este tema ver post aquí y aquí).
El rey permanecía en el Alcázar de Madrid la mayor parte del año, unos nueve meses, incluyendo los de verano. Evitaba así el calor del campo castellano, donde la caza resultaba imposible. En el Buen Retiro pasaba una temporada en primavera y otra en otoño; tras el verano, un mes –octubre- en El Escorial y en Valsaín; al Pardo dedicaba una visita el 30 de noviembre, y una estancia de un mes, el de enero; por último, a Aranjuez otro mes durante la primavera. La regularidad de estas jornadas permitió que durante esta segunda mitad del siglo sus gastos se considerasen fijos y establecidos, ascendiendo a un 0,8 % del presupuesto anual de la administración según Kamen, pero más si nos atenemos al testimonio del contemporáneo Núñez de Castro.
El sentido de las jornadas a los Sitios era, obviamente, que mediante la distracción con la caza y el campo el rey descansase del agobio de sustentar sobre sus hombros tamaña Monarquía: “… ha menester, cierto, divertirse de tanto peso como tiene en sus hombros y afanes”.
Empezamos nuestro recorrido anual por el Buen Retiro, Real Sitio muy distinto a los demás, pues ni surgió de la caza ni cabía la posibilidad de practicarla (sobre los origines del Retiro ver post aquí). Éste palacio nació a modo de villa suburbana y se trataba de una segunda residencia regia en Madrid. El Retiro fue concebido como escenario idóneo para las fiestas cortesanas, pero con el tiempo también se le dio una utilidad subsidiaria, la de alojamiento para los magnates en visita oficial al soberano. Así sirvió de alojamiento a personalidades de gran importancia, en su mayor parte relacionados con los tratados de paz. Uno de los visitantes más ilustres en este periodo fue Cosme de Médicis, que en 1668 se alojó en el cuarto de las Infantas; pero en 1656 llegó a decirse en Madrid que iba a albergarse allí –o en las Descalzas- ¡nada menos que Cristina de Suecia! Así pues el Retiro no podía ser menos que un palacio permanente y completamente amueblado, como ya destacaron todos los contemporáneos.
Aparte de todos esos rasgos diferenciadores, el Retiro era también usado por los reyes como un palacio de temporada, durante unos periodos precisos del año. En contraste con la tibia afición que por el Buen Retiro había sentido la primera esposa de Felipe IV, la segunda, Mariana de Austria, demostró por esta “segunda residencia” madrileña un gusto bien comentado por Barrionuevo: “No hay que sacarla del Retiro, que se aflige en Palacio, donde gasta las mañanas frescas en montería de flores, los días en festines y las noches en farsas. Todo esto incesantemente, que no sé cómo no le empalagan tantos placeres”. Por tanto, durante la década de 1650 la corte pasó más tiempo allí, pero la regla general, continuada durante el resto del siglo, era que se estableciera en el Retiro durante las últimas semanas de primavera y otras en otoño, pues no se consideraba lugar cómodo en verano, por mucho que nos sorprenda: el palacio no era tan fresco como el Alcázar –donde Felipe IV había acomodado un cuarto de verano hacia el Norte-, y, como sentenció Barrionuevo, “… aquello para primavera y otoño sólo es bueno, por ser la tierra arenisca, donde el sol se deja caer a plomo, como el que se acuesta a dormir la siesta”. Volvían por tanto “pasados los caniculares”, pero así vemos como era el Retiro residencia preferente de Felipe y Mariana desde fin de enero hasta Pascua –cuando las ceremonias de la Semana Santa exigían su presencia en el Alcázar- y luego, desde la vuelta de Aranjuez hasta finales de junio, o a veces de julio; y otra vez, de nuevo, en octubre.
Terminada la jornada otoñal en el Retiro la corte marchaba al Escorial (a este Real Sitio le hemos dedicamos un amplio post, ver aquí). La salida hacia este Real Sitio solía hacerse hacia mediados del mes de octubre. Desde este lugar o se emprendía jornada, al menos hasta 1662, a Valsaín, dónde permanecían unos cuatro días, sobre todo dedicados a la caza, coincidiendo con la temporada del celo de venados y gamos, la berrea, o brama, como la denomina Barrionuevo. Solían pasar tres o cuatro semanas en El Escorial, pero a veces las acortaban mucho. Con Felipe IV la estancia se prolongaba, por lo general, hasta unos días después del día de Todos los Santos, 1 de noviembre, mientras que en época de Carlos II se observó, como regla fija, volver el 3 para estar en Madrid el 4, San Carlos Borromeo, día de su onomástica y, por tanto, de capilla y besamanos. En ocasiones también se realizó jornada a El Escorial en invierno o primavera, por lo general estas jornadas eran de muy corta duración y el motivo principal que las impulsaba era el poder cazar por los alrededores del sitio.
Aunque la corte permanecía ya en Madrid durante el resto del año, Felipe IV y Carlos II solían hacer una visita a El Pardo el día de San Andrés, 30 de noviembre, instalándose allí la víspera de este santo apóstol, patrón de la Orden del Toisón de Oro; cabe pensar si la elección de tal lugar para solemnizar ese día respondía a la carga iconográfica habsbúrgica de ese edificio. Luego, pasadas las solemnes fiestas de Navidad y Epifanía en el Alcázar madrileño, la corte permanecía en El Pardo durante un mes, desde la primera semana de enero hasta finales de ese mes o principios de febrero. Esta estancia la aprovechaban los monarcas sobre todo para disfrutar de la abundante caza que poblaba el monte de El Pardo, paraje más templado, gracias a sus bosques, que la estepa extendida al este y al sur de Madrid. Aparte de estas dos estancias establecidas era usual que los monarcas realizaran pequeñas visitas de uno o dos días al Pardo para ir a comer o para disfrutar de la caza, pero casi sin previo aviso, innecesario dada la proximidad del sitio y el completo amueblamiento del palacio. Es curioso comprobar como en la documentación referente a El Pardo no hay noticias sobre cómicos o representación de comedias aquí, donde durante las largas veladas de invierno cabría pensar que tales distracciones hubieran sido adecuadas.
Tras las celebraciones de la Pascua de Resurrección, se emprendía la jornada primaveral al Real Sitio de Aranjuez, donde los reyes disfrutaban tanto de la caza como de sus jardines y arboledas. En el palacio y en los jardines se escenificaban comedias. La estancia en este Real Sitio solía durar unos treinta días, saliendo de Madrid en el mes de abril y regresando a finales de ese mes o principios de mayo, de modo que el rey presidía los toros de San Isidro el día quince –llegando a veces en ese mismo día- y pasaba la fiesta del Corpus en Madrid. La presencia de invitados importantes está documentada con mayor frecuencia aquí que en las demás jornadas. Cuando la estación era seca el rey asistía a las rogativas y procesiones para impetrar lluvia.
En los palacios de los Reales Sitios, pensados para la caza y la distracción en familia, no se celebraban actos ceremoniales, como presentación de nuevos embajadores; no existían por tanto salas destinadas a la representación, ni se instalaba solio, ni mucho menos tenía carácter fijo, cuando incluso en Madrid se quitaba y se ponía en función de su uso. Madrid era el centro ceremonial de la monarquía; y su escenario era el Alcázar, donde las obras de Felipe IV habían configurado un espacio de aparato que como tal constituye el fondo habitual de los retratos de la Reina viuda y de Carlos II (para saber más sobre el Alcázar ver post, aquí). Cabe señalar, por otra parte, que el rey se movía por la ciudad con una tranquilidad y soltura sumas -opuestas al alejamiento que Luis XIV marcó por París-, y tales desplazamientos fueron documentados y comentados cuando se trataba de asistencia a funciones religiosas, las que por otra parte tenían un carácter regular a lo largo del año.
Este post es un fragmento de un artículo mucho más amplio titulado “¿Dónde está el rey? El rítmo estacional de la corte española y la decoración de los Sitios Reales (1650-1700)”, realizado en coautoría con José Luis Sancho Gaspar y que fue publicado en el catálogo de la exposición Cortes del Barroco. De Bernini y Velázquez a Giordano. Madrid, 2003, pp. 85-98. Podéis acceder al artículo completo aquí.
! Cuanta historia encierra cada uno de estos palacios ¡ Recorrer cada una de sus salas es transportarte a siglos atrás.