“El Caballero Bernini es un hombre de una estatura mediana, pero bien proporcionado, más flaco que grueso, de un temperamento de fuego. Su rostro guarda relación con el de un águila, particularmente por sus ojos. Tiene el pelo de las cejas muy largo, la frente amplia,… Está calvo y los cabellos que le quedan son rizados y todos blancos. Según confesión propia, tiene sesenta y cinco años. Es, no obstante, vigoroso para esa edad y camina resueltamente, como si no tuviera más de treinta o cuarenta años. Se puede decir que su talento es de los mejores que jamás haya formado la naturaleza; ya que, sin haber estudiado, tiene casi todas las ventajas que las ciencias dan al hombre. Por lo demás, tiene una buena memoria, la imaginación viva y presta, y, por lo que respecta a su juicio, parece tajante y sólido”.
Así describía en 1665 Paul Fréart de Chantelou, el impulsor de la llegada de Bernini a Francia, a Gian Lorenzo Bernini, uno de los escultores y arquitectos más importantes de la historia del arte. El próximo 7 de diciembre se cumplirá el 416 aniversario del nacimiento en Nápoles de Bernini, hijo del también escultor Pietro Bernini. El joven Gian Lorenzo aprendió el oficio de su padre, pero sus cualidades eran tales, que prontamente empezó a destacar sobre su progenitor.
Con tan sólo diez años ya fue alabado por el Papa Paolo V: “La prima opera che uscisso dal suo scarpello in Roma fu una testa di marmo situata mella chiesa di S. Potenzano; avendo egli allora il decimo anno di sua etá apenna compito. Per la qual maravigliosamente commosso Paolo Quinto dal chiaro grido di contata virtú ebbe vaghezza di vedere il giovanetto; e fattoselo condurre davandi, glio domandó, come per ischerzo, se avesse saputo fargli colla penna una testa; e rispondogli Lorenzo: Che testa voleva? soggiunse il pontifice: se cosi é, le sa far tutte; e ordinatogli che facese un S. Paolo. Gli dié perfezzione in meźora con franchezza di tratto libero, e con sommo diletto e maraviglia del Papa”. Desde ese momento su vida estuvo llena de grandes trabajos. Éxitos, como el Apolo y Dafne, el David o el Rapto de Proserpina que fueron considerados por algunos en su época “como superiores a los de los antiguos”, y algún fracaso, como su proyecto para el Louvre, que fue desechado por que “no se podía negar que su dibujo fuera bello y grandioso, pero que arruinando todo el Louvre y gastando diez millones, dejaba al rey con tan poca comodidad en sus aposentos como la que tenía anteriormente”.
Su gran vitalidad física fue una de sus características más importantes. Era capaz de trabajar el mármol durante horas, aun cuando era viejo, y siempre se resistía a dejar su trabajo: “Lasciatemi star qui, ch́io somo inamorato”. Bernini se declaraba enamorado de sus obras aunque nunca quedaba satisfecho de su trabajo, y siempre rechazaba las alabanzas diciendo “que no era él su autor, sino que era Dios, de quien le había venido aquella idea”.
Fue su fértil e indomable genio quien acaparó la mayor parte de los encargos importantes de la Roma de los tres primeros tercios del siglo XVII, y tras una fecunda y larga vida murió en 1680. Aunque para algunos su existencia no resultó tan larga: “a lui di special grazia concedute, assai chiaramente il dimostrano le opere in si grosso numero, e con tanta eccellenza da esso fatte, colle quali se si misura la vita di lui, puó ella per veritá reputarsi lunghissima; se cogli anni, ch́évisse, non breve; se col desiderio degli uomini, e tutto il mondo, brevissima”.
Bernini escultor, arquitecto, poeta, hombre polifacético donde los haya es hoy en día considerado como uno de los más grandes genios de la historia del arte. Él fue el primero que intentó “unir la arquitectura con la escultura y con la pintura de tal modo que resultara una bella síntesis, lo que logra a partir de suprimir odiosas actitudes uniformes, de alterar sin violar las buenas reglas, y sin obligarse a cumplir reglas fijas. Por eso decía a este propósito que quien no sale de la regla no la supera”. Su obra no dejó indiferente a nadie, y aunque él no escribiera ningún texto plasmando sus ideas y opiniones, conocemos éstas gracias fundamentalmente a dos libros esenciales; el libro de Baldinucci “Vita di Gian Lorenzo Bernini” que fue encargado por la reina Cristina de Suecia en 1682, dos años después de la muerte del artista, y el “Diario del viaje del Caballero Bernini a Francia” de P.F. Chantelou, escrito durante la estancia de Bernini en 1665 en la corte de Luis XIV, y que nos proporciona de una manera más directa las opiniones de éste.
Bernini entendía que la perfección artística residía en un gran virtuosismo técnico y en una expresión enraizada en la experiencia personal. Él trabajaba sin obedecer ciegamente las reglas de proporción, simetría, etc. pero sin violar las reglas más elementales. De esta combinación de elementos surgió una obra sumamente creativa y única. Este genio particular fue mejor entendido en su época que un siglo más tarde, cuando se intentó racionalizar unas obras que no tenían más explicación que la genialidad de su autor. Afortunadamente el tiempo ha vuelto a colocar a Bernini y a su obra en el lugar que le corresponde, y hoy en día su obra es vista como una de las más imaginativas, innovadoras y geniales jamás creadas.
En estos días, y hasta el 8 de febrero, tenemos la fortuna de poder disfrutar de una parte de esa magnífica obra en el Museo Nacional del Prado en la exposición monográfica dedicada al gran artista italiano ”Las Ánimas de Bernini. Arte en Roma para la corte española”. Una pequeña muestra, en tamaño que no en calidad, que concentra en 40 obras y tres salas los vínculos existentes entre Bernini y la Monarquía Hispánica durante los reinados de Felipe IV y Carlos II.
Las complejas relaciones entre la corte española y los diversos papas se vieron reflejadas en los encargos que Bernini obtuvo desde España. Así durante el pontificado de Inocencio X y Alejandro VII, dos de los grandes valedores de Bernini, hubo fluidos lazos que permitieron encargos por parte de Felipe IV para la realización en Roma de decoraciones efímeras, fuegos artificiales o regalos diplomáticos. Bajo los papados de Clemente IX o Inocencio XI Bernini dejó de ser el protagonista de las transformaciones de Roma, pero sin embargo los amistosos contactos que mantuvo con Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio y embajador en Roma entre 1676 y 1682, le propiciaron importantes encargos por parte tanto del embajador como de la corona. Entre ellos se encuentra en la exposición el “Retrato ecuestre de Carlos II” realizado en bronce que Bernini creó siguiendo el modelo del que había ideado para Luis XIV en Francia.
En la muestra están también presentes obras tan espectaculares como las cabezas del “Anima Beata” y el “Anima Dannata”, encargadas por el prelado español Pedro de Foix Montoya a Bernini cuando solo tenía veintiún años, las cuales se conservan en el Embajada de España ante la Santa Sede en Roma, y que raramente han viajado; el marmóreo retrato del cardenal Scipione Borghese, sobrino del papa Pablo V; o el maravilloso boceto en terracota del “Éxtasis de Santa Teresa” de la Capilla Cornaro de Roma perteneciente al Hermitage de San Petersburgo.
La exposición del Prado es sin duda una oportunidad única para comprobar una vez más el genio inagotable de Bernini, de ese gran artista que decía sentirse guiado por Dios, y rendirle un merecido homenaje en el 416 aniversario de su nacimiento.