“Iniciamos con este artículo un espacio en el que pretendemos hablar de obras de nuestro patrimonio que se han perdido para siempre o son dificilmente recuperables. Queremos hablar de su esplendor y de las causas que llevaron a su desaparición u olvido. Este espacio del blog, pretende ser una vía para que justamente no olvidemos y aprendamos de nuestros errores y valoremos lo que tenemos y lo que un día tuvimos”.
Uno de los espacios más representativos y significativos del barroco madrileño es la capilla que en honor a San Isidro se levantó en la parroquia de San Andrés, siendo el altar-baldaquino su seña de identidad más representativa. La obra se dilató en el tiempo por culpa de la situación económica de las arcas municipales y en su construcción se implicaron no sólo arquitectos de fama reputada, sino también pintores, ensambladores y escultores, toda una serie de grandes nombres del ámbito artístico madrileño de mediados del siglo XVII, que van a aportar una serie de novedades que dan paso a un mayor barroquismo en lo decorativo, deslindándose del fuerte peso de El Escorial. Tanto el retablo como la capilla se configuraban así como un espacio de devoción. La obra sufrió una total destrucción por un incendio en julio de 1936.
El proyecto se encuadra dentro del amplio proyecto emprendido por el Ayuntamiento de la Villa de Madrid, para dignificar a su santo Patrón y se implicará también la corte. A raíz de la beatificación y posterior canonización del Santo, el Consistorio decide levantar una capilla para reposo del cuerpo del Santo y para concentración de su culto. Se piensa hacer en la parroquia de San Andrés, que es a la sazón la que custodia el cuerpo del Santo por ser parroquiano de ésta. San Andrés era una vieja construcción de estilo gótico con bóveda de nervaduras.
Las diligencias para la dignificación del nuevo espacio para el Santo comienzan en 1626. Pero no es hasta el 20 de agosto de 1638 que el Ayuntamiento, estimulado por el Consejo Real, acuerda que se hagan trazas por los mejores maestros que se halle para presentarlas al Rey; en la sesión de 17 de noviembre de 1638 se ordena que se haga la capilla según la traza de Alonso Carbonel, a éste siguió el encargo en 1639 a Gómez de Mora que presenta una traza para la capilla, firmada el 26 de marzo de 1639, situándola paralela al presbiterio, pero independiente, de forma análoga a la capilla de Atocha.
No debieron pasar del papel todas estas propuestas, pues en 1642 se volvió a abrir concurso por parte del Ayuntamiento, determinándose que se viese el problema por varios maestros, manifestando sus ideas Fray Lorenzo de San Nicolás, el Hno. Bautista y Juan Gómez de Mora, entre otros. La fase de presentación de proyectos continuó hasta la elección de las trazas de Pedro de la Torre el 10 de mayo de 1642, que redactó las condiciones para la construcción y se comenzó seguramente a la apertura de zanjas, el proyecto de Pedro de la Torre estaría pensado para el emplazamiento actual, es decir a los pies de la antigua iglesia de San Andrés al lado de la epístola. Pero la obra no parece que avanzara mucho cuando se derrumbó el viejo templo gótico de San Andrés en 1656, levantándose una nueva cabecera contraorientada, haciéndola coincidir con la capilla nueva, y a costa del gasto de ésta. Las obras se retomaron en 1657 bajo la dirección de José de Villarreal. El aspecto final del proyecto se debería pues a este último maestro.
Hacia 1659 Sebastián de Herrera Barnuevo realizaría la soberbia traza del proyecto de altar-baldaquino para la capilla, dibujo conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid. El retablo está hecho para cumplir dos funciones primordialmente: acoger las reliquias del Santo patrón de Madrid, y a su vez también el ostensorio o sagrario eucarístico, para ello plantea una estructura exenta y abierta por sus cuatro lados, así como por el remate superior, que es muy calado, con la finalidad de que los fieles pudiesen verlo con claridad desde todos los puntos de vista. Este baldaquino se proyectó para ir en el centro de la cúpula y tenía un carácter muy escenográfico, pues contaba con el juego de la luz que caía cenitalmente desde el tambor de la cúpula, y por ello se caló el remate superior. Pero el proyecto de Herrera Barnuevo no se llevó a cabo, y el resultado final, es una simplificación del proyecto hecha por Juan de Lobera, quien sustituyó las columnas salomónicas por columnas compuestas de fuste estriado, simplificando a un solo cuerpo la estructura, teniendo que suprimir el sagrario, y mantiene la idea del remate curvilíneo con roleos carnosos. Los ángeles trompeteros del diseño de Barnuevo fueron sustituidos por tallas que representaban las virtudes, realizadas por Juan Sánchez Barba. El proyecto le fue encomendado el 28 de Mayo de 1660. Parece que ante el excesivo coste del proyecto de Herrera, que ejerció como tracista, se le pidió al adjudicatario de la obra, Lobera, una reelaboración más modesta, aunque conservando en parte el espíritu del original. Lo que de novedoso y llamativo tenía el baldaquino de Lobera, lo era por imitación del proyecto de Herrera, el uso de los roleos, el remate calado, la interrelación de espacios, etc. Aún así el resultado final de Lobera era una pieza de gran plasticidad y perfectamente integrada en el conjunto.
En el espacio inmediatamente anterior, la antecapilla se desarrollaba toda una decoración de mármoles de colores y roleos vegetales en bronce, que en última instancia nos remiten al fabuloso diseño del Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial, ideado por Giovanni Battista Crescenzi. Además se dispuso toda una serie de grandes lienzos con temas de la vida y milagros del santo madrileño pintados por Juan Carreño de Miranda, Francisco Rizi e Ignacio Ruiz de la Iglesia, entre otros.
El baldaquino de San Isidro sufrió la misma suerte que toda la capilla, siendo destruido durante la Guerra Civil Española de 1936, perdiéndose para siempre un espacio significativo del espíritu hispánico del siglo XVII, y del culto post-tridentino a los santos de nueva canonización. Espacio desaparecido, pese al pretendido intento de “recuperación del conjunto” que se hizo allá por la década de los noventa del siglo pasado y que parece olvidar que un original destruido es irrecuperable.